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PLANTAS CON FLORES

Las plantas con flores (fanerógamas o espermatófitas) constituyen uno de los mayores éxitos de la evolución.

Desde el momento de su aparición a mediados del Cretácico, hace unos 100 millones de años, han prosperado y se han diversificado tantao que hoy en día dominan casi todas las comunidades vegetales terrestres, desde las selvas tropicales hasta los bosques caducifolios templados y de las praderas a los desiertos. Hasta el mar tiene plantas con flores del algún tipo. Son además las primeras productoras de alimentos para los animales de la tierra (pero no para los del mar) y no en último término para los seres humanos, que dependemos de ellas para nuestra alimentación y la de nuestros animales domésticos.

Incluyen la subdivisión (o clase) angiospermas o magnoliofitinas, de las que se han bautizado y descrito unas 226000 especies. Estas plantas se subdividen a su vez en dos grupos: las dicotiledóneas o magnoliópsidas, con una 54000 especies, y la monocotiledóneas o liliópsidas, con unas 172000.


Aparición de las angiospermas

Los primeros fósiles dotados de características rudimentarias de angiospermas, como granos de polen, datan del Triásico, que empezó hace unos 245 millones de años. Las primeras angiospermas verdaderas, evolucionadas posiblemente de una cicadácea ancestral, deben de haber sido árboles tropicales con flores –posiblemente similares a las de una magnolia actual- y con frutos comestibles, grandes y carnosos, atrayentes para las aves y otros animales.

Pero sigue siendo un misterio cómo evolucionaron exactamente las angiospermas, así como las fases intermedias habidas entre la aparición de las primeras plantas con flores y toda esa diversidad que nos rodea actualmente. Las respuestas siguen ocultas en las grandes lagunas del registro fósil –debido posiblemente a que las angiospermas aparecieron en partes del mundo que después se sumergieron- y, mientras esas lagunas no se llenen, seguiremos sin conocer qué plantas pudieron haber sido sus precursoras.

Caracteres del éxito

El diseño entero y la vida de la flor angiosperma, ya se trate de un alarde de exhibición o de una insignificante florecilla de una gramínea, está dirigido a la producción de semillas viables de las que pueda salir la generación siguiente. Las plantas dotadas de flores se diferencias de las gimnospermas –la otra clase principal de la botánica- en que tienen sus células reproductoras femeninas (óvulos) encerradas en un ovario, mientras que éstas últimas tienen las semillas desnudas; además, las semillas que provienen de los óvulos de las angiospermas están encerradas dentro de un fruto. Pero el rasgo más importante del estilo de vida de las angiospermas reside en la generación de gametófitos, de los que depende la garantía de diversidad genética, se reduce a la actividad de solamente una pocas células y al seguro confinamiento de las entrañas de la flor.

Las primeras plantas con flores fueron hermafroditas, es decir, contenían en una misma flor las anteras, productoras de polen, y los ovarios, que contenían los óvulos. Esta disposición existe aún en la mayoría de las angiospermas modernas, pero da la impresión de que las plantas primitivas poseyeron unos genes que inducían un estado de autoesterilidad –el polen de una flor no era capaz de fertilizar los óvulos de la misma flor- que imponía una transferencia de polen entre flores de individuos diferentes de la misma especie.

Los animales se encargaron en un principio del necesario proceso de llevar el polen de una flor a otra, papel que han seguido desempeñando durante millones de años. Sólo estado avanzados muy especializados del desarrollo de las angiospermas, la ayuda de los animales se ha visto sustituida por la autopolinización obligatoria, la producción de semillas sin necesidades especiales para la fecundación, o por mecanismos de polinización por el viento (plantas anemófilas). Los insectos fueron los primeros en ayudar a las plantas en ese sentido, tentados por el polen, que es muy rico en nutrientes; con el tiempo acudieron al dulce néctar y, al entrar en la flor buscándolo, se frotaban contra los ásperos granos de polen, que se adherían a ellos; en la visita siguiente a una flor de la misma especie, el polen iba a parar al receptivo estigma y llegaba de este modo al óvulo, donde se verificaba la fecundación (plantas entomófilas).

Al evolucionar los sistemas de las plantas, los pétalos se llenaron de diseños y colores llamativos, para atraer las aves y guiar los insectos hasta el néctar. Muchos de estos diseños sólo se ven a la luz ultravioleta, una parte del espectro luminoso en la que funciona la visión de los insectos. Las flores produjeron además aromas seductores para los insectos y las aves. El florecimientos en sí y la producción de aroma se sincronizaron con los períodos activos de los polinizadores y, al aumentar la dependencia de polinizadores específicos, la estructura de la flor se hizo más compleja. Las flores que no dependen de los asociación con animales para polinizarse no tienen color, néctar ni aroma, porque no los necesitan para atraer animales.

El viento, los animales, los mecanismos explosivos de las semillas y ocasionalmente el agua son los dispersadores primarios de las semillas de las angiospermas. Como las semillas llevan consigo una pequeña despensa, se ven también libres de la necesidad de una fuente externa de alimento cuando empiezan a germinar; y pueden permanecer en estado letárgico durante largos períodos si lo necesitan. Sin embargo, las semillas de las angiospermas se desarrollan con una rapidez extrema en comparación, por ejemplo, con las gimnospermas; un diente de león, por ejemplo, tarda sólo seis semanas entre la germinación de la semilla y la dispersión de la semilla de la planta madura; una conífera, en cambio, puede tardar unos diez años en hacer lo mismo. Estas características han hecho a las angiospermas muy adaptables y capaces de diversificarse y nos explican su enorme éxito en nuestro planeta.